"The Doors", The Doors, 1967, Elektra.

El cliché señala que se trata de uno de los debuts más impactantes de la historia del rock (junto al primer álbum de Led Zeppelin, por ejemplo) y que la banda jamás igualó su esplendor sonoro, pero incluso tomando esa última afirmación como problemática (están "L.A.Woman", de 1971, y "Strange Days", de 1968, para discutirla) se vuelve dificil no tomar como partida el lugar común mencionado, en tanto "The Doors" ofrece en las dos caras del vinilo tantas ideas musicales como para poner en ignición la historia de quién sabe cuántas bandas diferentes. Y, por supuesto, está "The End", uno de los pocos verdaderos grandes monstruos pop de la década de 1960 (y si digo "pop" es porque esa misma banda había grabado para ese mismo disco "Light my fire" y "I looked at you", ejemplos luminosos de pop/rock).
"The Doors", de hecho, comienza con un ritmo relativamente ajeno al rock'n'roll o al rock: la batería esboza un esquema de bossa nova con una ligera variación sobre la clave de tanta música afrocaribeña o afrolatina, y tiene que aparecer el riff en el bajo (un Fender Rhodes de teclado) y la guitarra para que haya algún asidero con la tradición rockera y bluesera, en este caso una variante del riff de "Shake your moneymaker", de Elmore James, en la versión de Paul Butterfield. Aunque posiblemente nada de lo instrumental esté tan en la esencia de la canción como la interpretación vocal de Morrison -intensa, áspera, sacada, urgente, que invoca el pasaje a una realidad trascendente o, acaso, al más allá- hecha la excepción del solo de órgano, que terminará de redondear -en apenas una canción, en apenas minuto y pico- el sonido y el estilo emblemáticos de la banda: Dos minutos y veintisiete segundos que perfectamente podrían arrasar la tierra.
Hecha la excepción de un par de canciones que ahora parecen -en comparación- algo intrascendentes ("Twentieth century fox" y "I looked at you"), y de los dos covers ("Back door man", el gesto filológico de rigor -que se expandiría hasta llenar el repertorio en vivo de la banda a partir de 1970-, y "Alabama song (whisky bar)", una irrupción deslumbrante de opera alemana de vanguardia que pasa por el momento más extraño del disco hasta que suena el final del lado B) el resto está hecho todo él de obras maestras, y acaso convenga empezar por una de las más esquivas, en el centro del lado B, que reune un paisaje sonoro gélido y cristalino con la ensoñación blakeana de sus versos. ¿Hay un segmento más delicioso en todo el álbum, entonces, que el solo de Krieger en "End of the night"? Lo increíble es que si no "más" sí los hay al mismo, altísimo nivel. Así, "The crystal ship", con su letra hermética, impenetrable, que mareó y puso a alucinar casi al nivel de los exégetas ricoteros hasta a Grail Marcus, con la hermosa interpretación vocal de Morrison y la jungla ballardiana (por esa novela que también tiene la palabra "cristal" en el título) del órgano, el piano eléctrico (en particular en el solo estremecedor que comienza en 1:09) y los arpegios de guitarra, se convierte en otro segmento deslumbrante del álbum, en el corazón del lado A.
Por supuesto que "Light my fire" es ineludible, y hay que reconocerle el gesto de incorporar a la canción más pop del álbum el interludio musical más ajeno a cualquier sensibilidad radiable. Pero incluso aceptando eso queda claro que la canción es un poco más sutil de lo que parece, en particular desde su armonía, con una introducción que enlaza acordes en intervalos de cuarta y quinta en lugar de instalarse en una tonalidad definida, como si modulara una y otra vez en busca de un centro tonal (que termina siendo la). Las estrofas están en la menor-fa sostenido menor, lo que funciona como un primer grado de la escala menor y un sexto de la mayor, y una sugerencia de tonalidad mayor reaparece en los estribillos, en algo parecido a la mayor, mientras que en el solo se modula a sol mayor y la guitarra toca una pentatónica de mi menor.
Los números más definitivamente rockeros, después del que abre el álbum, son "Soul kitchen" y la más oscura "Take it as it comes", con su reverb espectral en la voz de Morrison y su solo intrincado de órgano, además de la estrofa final que, como si anticipara tantos gestos del rock alternativo de los noventas, se ve reducida a bajo (tocado por el sesionista Larry Knechtel, quien no aparece en los créditos), batería y notas muteadas en la guitarra.
Y después está "The end"; hay sin duda piezas más extrañas y más monstruosas en el repertorio de la década de 1960 (todo "Phallus dei", de Amon Düül II, apenas dos años posterior), pero lo que hace al cierre del primer álbum de The Doors tan extraño es el contexto: de alguna manera, terminarlo con una composición de estas características (larga, atmosférica, provocadora, oscurísima, minimalista desde el punto de vista tonal, maximalista en su épica y su ímpetu creador de mundos) es tan rupturista en relación al resto de las composiciones como, misteriosamente, necesario. Las diez canciones que preceden, es decir, abren el panorama lo suficiente como para que algo así sea posible, pero todo lo que es "The end" reclama aun más espacio: expande el álbum, lo dilata, y en una segunda escucha todo parece adecuarse a esa nueva escala.
Por supuesto que no puede dejarse de lado la letra: con todas sus pretensiones cósmicas y su pose "tardía" (y pongo comillas porque Jim tenía 25 o 26 años cuando adoptó ese perfil) de borracho, Morrison sí que era un poeta, y en su descripción del "desierto romano de dolor", con sus niños dementes que esperan la lluvia del verano, además de aquel otro lugar con la serpiente milenaria, la mina de oro y el camino del rey hacia el oeste, hay una intensidad rimbaldiana que hace ver a "Howl", de Allen Ginsberg, como una jerigonza palabrera. ¿Cuántas novelas y ciclos de novelas, es decir, caben en "The end", que toca lo arquetípico como casi ninguna otra composición del rock?

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