"Highway 61 revisited", Bob Dylan, 1965, Columbia


Habría que empezar por la idea de que las letras son lo que menos importa en la mayor parte de los discos de Bob Dylan, y del sexto en particular; es decir: son literatura y en tanto literatura se bastan a sí mismas, ajenas a la música, que es lo que en efecto importa de la mayor parte de los discos de Bob Dylan, y del sexto en particular. Está, para empezar, el sonido de concierto o desconcierto en "Like a rolling stone", que para el segundo compás ya suena -y Greil Marcus acierta al respecto- como si todos los músicos estuviesen suspendidos en su propio asombro ante lo que, entienden, jamás podrá repetirse. La mezcla final del álbum, mono o estéreo, sigue ese camino: los sonidos no están del todo separados pero tampoco se funden; más bien se arremolinan, se suceden, rotan, orbitan. Hay una sustancia extraña entre ellos, por decirlo así, un espacio que no es espacio y que si tuviéramos que apelar a Star Trek como fuente de términos terminaríamos por llamar "subespacio". Y todo, en tanto sonido -no en tanto performance apenas, no en tanto musicalidad- suena más allá de las posibilidades de quienes tocan: más allá, quizá, de toda posibilidad del pop/rock, cerca del éxtasis.
Hablando de términos: "éxtasis" es probablemente el que más llega a acercarse a una descripción de ese subespacio. Si el disco tiene venas -o nervios, mejor-, en esos caminos ramificados está el éxtasis: tanto para nutrir los sonidos del disco como para servirles de soporte; es, entonces, el esqueleto y el sistema circulatorio de "highway 61 revisited", y cuando se apaga, al final, exhibe las cenizas de la música bajo la forma de "Desolation row", tan cercana al más allá como los momentos más espectrales y hermosos del lado A de "Neu! '75", que acá opera desde la articulación de las acústicas de metal y cristal y el bajo de ambar, y desde la textura detalladísima de la voz de Dylan.
El resto del álbum contiene no pocas proezas, pero ante todo hay que pensar en el abismo de reverberación low-fi de "Ballad for a thin man", en los chisporroteos del órgano de Kooper y Griffin, en la fluida guitarra de  Bloomfield y en, una vez más, la textura cavernosa -sand and glue sólo empiezan a describirla- de la voz de Dylan.
En cuanto al éxtasis, está en la placidez boogie/acústica de "It takes a lot to laugh, it takes a train to cry", en el reverb discreto y blanco de su redoblante y en las notas del piano, que parecen removidas de un disco de 78 rpm enterrado en una mina de sal. Y este éxtasis se prolonga hasta el lado B, hasta "Queen Jane aproximately" y hasta "Just like Tom Thumb's blues", donde efectivamente el álbum se termina, porque lo que viene después es fantasmagoria, es la sobrevida de alguien a quien se dio por muerto, de alguien que se dio a sí mismo por muerto y mutó en otro o en otros. Pero eso termina por ser literatura, y allí parece que se quieren colar las letras y las vidas de Dylan.

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