"David live", David Bowie, 1974, RCA

Después de algo así como 20 años de escuchar los discos de David Bowie llegué, hace no tanto, a un momento en que, honestamente, la etapa glam es la que menos me interesa; justo esa que marcó mi entrada deslumbrada al campo Bowie. En mi proyecto de escritura sobre el tema, de hecho, pienso antes que nada en tres grandes momentos sobre los que escribir: la etapa tardía ("The next day", "Sue", "Blackstar", "No plan"), el giro europeo ("Station to station", "Low", "Heroes", "Stage", "Lodger", "Scary Monsters", "Baal") y, como si se tratara de intuir allí al mayor misterio de todos, los horrendos discos de los ochentas y los singles y soundtracks asombrosamente mejores ("Let's dance", "Absolute beginers", "Tonight", "Underground", "This is not America", "Never let me down", "Tin machine"); quedan los noventas (especialmente "1.Outside", su único momento en verdad a la altura de los 70s) y los diez y pocos años entre "Liza Jane" y "Young americans" como los momentos sobre los que menos me interesa escribir. Sin embargo, esto no quiere decir que no vea -sin duda que lo hay, acá empecé hablando de mi relación con el campo de estudio- algunas líneas de interés en esos años, y entre ellas está ese momento de especial tensión creativa que une "Diamond dogs" con "David live", el primer álbum en vivo en la discografía.
Habría que decir primero que si se buscaran momentos de goce estrictamente musical, el disco los aporta. Por cada reconstrucción extraña ("Moonage daydream" es un enigma), por cada performance encorsetada ("Suffragette city"), e incluso a pesar de esto último, que hace al alma vaciada del álbum, hay también canciones de brillo musical: el gozosísimo arreglo latino de "Aladdin Sane", por ejemplo.
Es cierto que "David Live" es el testimonio de una gira que valía más si se la contemplaba, en tanto el proyecto era ante todo visual, coreográfico. Al comienzo de la gira se mantenían las escenografías complejas, los cuadros de danza que contaban historias, el histrionismo exacerbado que todavía más llevaba al cuerpo de Bowie lo que su voz venía haciendo desde los pastiches de Anthony Newley en el album debut (o sea la mayor patada en los huevos al concepto de honestidad en el rock y el pop); todo eso queda en cierto modo ausente -o persiste como signos que demandan una hermenéutica esquiva, digamos- del disco, y sin duda termina por empalidecerlo. El sonido es también áspero, hosco, con un extraño efecto de profundidad en algunos momentos y cercanía al espectador del bajo y los bronces -como en la por otro lado maravillosa versión de "Sweet thing/Candidate/Sweet thing reprise", la pieza más impresionante de esa etapa- que hacen al conjunto, incluso en la mejoradísima remezcla de 2005, un disco en vivo digamos "raro", no del todo amigable.
Pero allí estaba la tensión entre los últimos vestigios del glam, que en "Diamond dogs" aparecen en "Rock'n'roll with me" y "Rebel rebel" y la música americana negra en la que Bowie empezaba a meterse con ganas, en un gesto que establecía como nunca lo había hecho hasta ese momento su distancia hacia la concepción "sincera" del rock como expresión de una individualidad. Allí Bowie ("siempre me gustó el soul, mucho más que el rock", diría) formatearía no sólo su presente sino que reescribiría su pasado de acuerdo a ese presente, como haría después y volvería a hacer, incluso después de su desaparición relativa post "Scary monsters" y su reparición, como dice Critchley en su libro fundamental, como un tipo sonriente, rubio y bronceado, siempre de buen humor. Y esa tensión parece fundirse con el cuerpo del escucha en "David live" como en ningún otro álbum: ya para "Young americans" lo que la remplaza es el vacío fundamental en Bowie, un vacío cuántico -en el sentido de no absoluto, porque siempre quedan la proyección de esa sustancia Bowie que subsiste bajo los cambios, tan ficticia como la utopía de sus biógrafos-, y en adelante ya estamos avisados, ya sabemos a qué atenernos. Pero no en "David live": ahí la tensión, la incomodidad, alcanza su máximo. Por eso es uno de los discos más arduos de la discografía -entre los buenos, es decir-, y por eso es uno de los más fascinantes también.

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